EN LA NAVIDAD DEL CENTENARIO DE FÁTIMA

“Hoy en la tierra cantan los Ángeles, se regocijan los Arcángeles, hoy exultan los justos” (*)

Plinio Corrêa de Oliveira

Natividad Escuela Cusqueña, anónimo (s. XVII)

El nacimiento del Salvador constituyó en sí­ mismo un honor de infinito valor para el género humano. El Verbo de Dios podrí­a haber unido a Sí­, hipostáticamente, alguno de los Ángeles más santos y resplandecientes de las alturas celestes. Por el contrario, prefirió ser hombre, hacerse carne, pertenecer por su humanidad a la descendencia de Adán: don absolutamente gratuito; ennoblecimiento para nosotros de un valor inefable; punto de partida histórico, para nosotros, de otros dones también ellos insondables.

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Así­, en la previsión de que el Verbo se encarnarí­a, ya la Providencia creó un ser que contení­a en sí­ perfecciones mayores que las de todo el universo reunido: la Santí­sima Virgen. Y para Ella suspendió la sucesión hereditaria del pecado original. De los méritos previstos de la Redención, se habí­a alimentado la virtud de todos los justos de la antigua ley. Pero esa multitud de elegidos estaba sentada "a las puertas de la muerte" ( Sal. 106, 18 ), a la espera de que se inmolase por todos nosotros el Cordero de Dios.

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Y no eran solo ellos quienes esperaban. Por así­ decir, como detenida en una muda expectativa estaba toda la Historia. En el momento en que Jesucristo nació, el mundo conocido viví­a en un perí­odo de epí­logo. Habí­a florecido Egipto y, llegado a una cierta culminación, cayó. Lo mismo se podí­a decir de los otros pueblos, caldeos, persas, fenicios, escitas, griegos y tantos más. Por fin, los romanos estaban también a punto de entrar en el largo ocaso que, con perí­odos de decadencia rápida, de estancamiento más o menos prolongado, de efí­mera reacción, condujo desde Augusto hasta su remoto sucesor y miserable homónimo, Rómulo Augústulo, el último emperador.
Todos estos imperios habí­an subido lo suficientemente alto para atestar la profundidad y la variedad de los talentos y capacidades de los respectivos pueblos. Pero el nivel más o menos igual a que todos se habí­an alzado no estaba a la altura de las aspiraciones de las almas verdaderamente nobles. Se dirí­a que esas magní­ficas civilizaciones habí­an dejado patente, no tanto lo que tení­an, sino lo que les faltaba, y la incurable incapacidad del talento, de la riqueza y de la fuerza de los hombres para construir un mundo digno de ellos.

Cuando Jesucristo nació, el mundo conocido vivía un epílogo. Egipto había florecido y cayó, así como los otros pueblos. Y Roma estaba también a punto de entrar en el largo ocaso que llevaría a su desintegración.
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Todo esto constituí­a, en Asia como en África o en Europa, una atmósfera irrespirable, que se sumaba al tormento de los esclavos en su vida ya tan miserable, y minaba secretamente los ocios y los deleites de los ricos. Opresión imponderable pero omnipresente, impalpable pero evidente, indescriptible pero muy definida. El curso de la historia habí­a encallado en un lodazal de corrupción lleno de los escombros del pasado, en el cual solo las formas malsanas de vida aún se hací­an patentes. Así­, en el terreno polí­tico, se viví­a un fin de lucha entre dos expresiones de demagogia: anárquica y agitadora, o militar y despótica. En el terreno cultural, el escepticismo religioso, devorando las idolatrí­as antiguas. En el terreno internacional, las varias patrias acabando de deteriorarse en el recipiente del Imperio, para constituir ese moloch cosmopolita anorgánico en que se transformó Roma. En el terreno moral, la depravación de las costumbres dominando la existencia cotidiana. En el terreno social, el oro enarbolado en valor supremo. Para los bien instalados, las cosas corrí­an placenteramente, en la apariencia. Pero en épocas tales, los bien instalados son habitualmente la escoria moral e intelectual del paí­s. Y los mejores padecen, precisamente, los mil tormentos de las situaciones inmerecidas e inadecuadas.

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Véase el cuadro del pueblo elegido, en el momento en que el Verbo se encarnó. Herodes ceñí­a la diadema de Rey. De hecho, sin embargo, era un facineroso de los peores del reino, mediocre, voluptuoso, cruel, consciente instrumento del opresor para engañar a los judí­os con las apariencias de una realeza vana. Los sacerdotes eran, en lo que respecta al espí­ritu de fe, a la sinceridad y al desprendimiento, la ralea de la Sinagoga. La casa real de David viví­a despreciada y en la mayor obscuridad. Los justos eran los "marginales" de ese orden de cosas tan fundamentalmente malo que acabó por excluir de su seno y matar al Justo. Entonces, ¿qué más? Era el fin.

“La luz brilló en las tinieblas”

Pues fue en las tinieblas de este fin que, cuando menos se pensaba, y donde menos se esperaba, una luz muy pura se encendió. En esta luz existí­a el anuncio de la hora de la Encarnación, la promesa implí­cita de la Redención tan esperada y de la nueva era que comenzó para el mundo con el incendio de Pentecostés. Es el esplendor de esta luz, inaugurando en las tinieblas una aurora que triunfalmente se transformó en dí­a; es el cántico de sorpresa y esperanza delante de esa renovación sobrenatural, el anhelo y el pregusto de un orden nuevo basado en la fe y en la virtud, que los fieles de todos los siglos se complacen en considerar, cuando sus ojos de detienen en el Niño Dios, acostado en el pesebre, sonriendo enternecido para la Virgen Madre y su castí­simo Esposo.

Sorprendente analogí­a

También hoy, una inmensa opresión pesa sobre nosotros. Es inútil intentar disfrazar la gravedad de esta hora, poniendo en acción las castañuelas y las panderetas de un optimismo ya ahora sin resonancia. Con la única diferencia de que tenemos en nuestros dí­as a la Santa Iglesia, la situación del mundo es terriblemente parecida con la del tiempo en que ocurrió la primera Navidad.
También entre nosotros, el comunismo marca un fin. Es el epí­logo de la decadencia religiosa y moral iniciada con el protestantismo en el siglo XVI. En ese epí­logo se desvanece el mundo burgués, cada vez más intoxicado de sincretismo, socialismo y sensualidad. Y, como si esto no bastase, Rusia acelera este proceso de decadencia, difundiendo sus errores en todos los paí­ses.
Tenemos entre nosotros a la Iglesia, es verdad. Pero esa augusta y sobrenatural presencia no salva sino en la medida en que los hombres aceptan su influencia. Si la repelen, están por algunos aspectos más expuestos al castigo que los propios paganos. Los judí­os tuvieron entre ellos al Hombre-Dios. Lo rechazaron y fueron punidos por una ruina más terrible y mucho más próxima que la de los romanos.
Ahora, ¿cuál es la situación de la Iglesia en nuestros dí­as? Nos viene el deseo de sonreí­r, y más aun de llorar, cuando alguien nos dice pura y simplemente que es buena.
Es claro que, por algunos lados, esa situación puede ser llamada buena. Más o menos como se podrí­a decir en el Domingo de Ramos que era grande el entusiasmo de los judí­os hacia Nuestro Señor.
Pero decir que la situación de la Iglesia es buena hoy en dí­a, en el conjunto de sus aspectos, y tomados en la debida cuenta los factores positivos y negativos... Hay en esto una afrenta a la verdad.
En efecto, solo es buena para la Iglesia la situación en que la cultura, las leyes, las instituciones, la vida doméstica y cotidiana de los particulares son conformes a la Ley de Dios. Que eso no se da hoy, nada es más notorio. Entonces, ¿por qué tapar el sol con la mano?

Que los bien instalados puedan desear la duración de esta lenta agoní­a, es algo comprensible. También los microbios, si pudiesen pensar, preferirí­an matar lentamente a su ví­ctima, pues la agoní­a de esta es la opulencia de ellos y la muerte de ella será también muerte para ellos. Individuos que en general no tienen mérito para estar donde los vientos del caos los alzaron, tienen todas las razones para desear que no vuelva el orden: pues en este caso volverí­an al polvo.
Pero ellos mismos no pueden escapar al malestar profundo del momento que pasa, y no pueden dejar de estremecerse con los relámpagos que se desprenden, siempre más frecuentes, de la atmósfera saturada.

La voz de Fátima

En lo alto, sin embargo, de esa montaña sagrada que es la Iglesia, se yergue la imagen maternal y melancólica de Nuestra Señora de Fátima.
Y de allá parten hacia el mundo oprimido las claridades de esperanza que le vino a traer la Reina del Universo, claridades que suscitan entre nosotros esperanzas análogas a las que la Buena Nueva despertó en la humanidad antigua. Análogas es decir poco. Son claridades que brotan de la Iglesia, y, pues, de Jesucristo. Claridades que simplemente prolongan y reafirman las de la primera noche de Navidad.
“Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará” , dijo la Virgen en su tercera aparición en la Cova da Iria.
Oh, neopaganismo, mil veces peor que el paganismo antiguo, tus dí­as están contados. Caerá el poderí­o soviético, y se derrumbará también la influencia de la Revolución en el Occidente. Nuestra Señora lo dijo. Y delante de Ella son impotentes todos los grandes de la tierra y todos los prí­ncipes de las tinieblas.
El Triunfo del Inmaculado Corazón de Marí­a, ¿qué puede ser si no el Reinado de la Santí­sima Virgen, previsto por San Luis Maria Grignion de Montfort? Y ese Reinado, ¿qué puede ser, sino aquella era de virtud en que la humanidad, reconciliada con Dios, en el regazo de la Iglesia, vivirá en la tierra según la Ley, preparándose para las glorias del Cielo?
En este conturbado año, en la noche de Navidad no pensemos en los males que nos rodean, sino para confirmar nuestra convicción de que Jesucristo venció por todo y siempre al demonio, el mundo y la carne, y que prepara, después de pruebas terribles, dí­as que resplandecerán de la más alta gloria para su Madre Inmaculada.


(*) “Hodie in terra canunt Angeli, Laetantur Archangeli, hodie exultant justi" ” Antí­fona de las segundas ví­speras de la Navidad. Adaptado del artí­culo publicado originalmente en “Catolicismo” . N° 84, diciembre de 1957.
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