Especiales

El servicio, una alegría

Plinio Corrêa de Oliveira

Figúrate, entonces, que a tu espíritu contundido por la vida, calloso o hasta llagado, ardiendo de fiebre, aparece una figura de ésas, con las que soñaba tu inocencia infantil hace tantos años muerta, una reina toda ella majestad y sonrisa, la cual, para ayudarte, te conduce de la mano dentro de los rayos de la luz irisada, pacificadora y radiosa que la circunda, dentro de una atmósfera que, de tan pura que es, parece emitir todos los perfumes de la naturaleza: flores, incienso, quién sabe qué más.

Figúrate, entonces, que a tu espíritu contundido por la vida, calloso o hasta llagado, ardiendo de fiebre, aparece una figura de ésas, con las que soñaba tu inocencia infantil hace tantos años muerta, una reina toda ella majestad y sonrisa, la cual, para ayudarte, te conduce de la mano dentro de los rayos de la luz irisada, pacificadora y radiosa que la circunda, dentro de una atmósfera que, de tan pura que es, parece emitir todos los perfumes de la naturaleza: flores, incienso, quién sabe qué más.

Y tú, querido ateo, te dejas atraer. Caminas sin despegar la vista de esa figura aun más bella que las luces que la envuelven, y más odorífera que los perfumes que emite. Dones magníficos que ella recibe de un foco invisible pero soberano, que con ella no se confunde, mas que en ella transluce.

Olvidadas están tus amarguras. Sientes cuánto hay de fatuo en el maremagno de ellas. Disciernes que inconmensurablemente más allá de la esfera de lo cotidiano –en la cual ellas deliran y pululan–, hay un orden del ser excelso y tranquilo, donde podrás ingresar, al fin. Percibes que sólo en él encontrarás aquella felicidad que buscabas entre los gusanos, pero que, en realidad, habita más allá de las estrellas.

Miras más y más a la Señora, y comienza a parecerte que ya la conocías. Buscas en su fisonomía algo que te parece profundamente familiar. En un no sé qué de su mirada, en cierta nota peculiar de afecto en su sonrisa, en algo de la seguridad que irradia, rica en expresiones sobreentendidas de afecto, reconoces ciertos destellos de alma inefables que veías en los más generosos lances de alma de la madre terrena que tuviste o –entre las innumerables formas de orfandad, en el mundo de hoy– de la madre que querrías haber tenido.

Fijas la vista, y ves aún más. No apenas una madre, la tuya, sino alguien –Alguien– que se te figura la quintaesencia inefable, la síntesis amplísima de todas las madres que hubo, que hay y que habrá. De todas las virtudes maternas que la inteligencia y el corazón del hombre puedan conocer. Más aún, de aquellos grados de virtud que sólo los santos saben excogitar, y de los cuales sólo ellos saben aproximarse, volando con las alas de la gracia y del heroísmo. Es la madre de todos los hijos y de todas las madres. Es la madre de todos los hombres. Es la madre del Hombre. Sí, del Hombre-Dios, del Dios que se hizo Hombre en el seno virginal de esa Madre, para rescatar a todos los hombres. Es una Madre que se define con una palabra –el mar– la cual, a su vez, da origen a un nombre. Nombre que es un cielo: es María.

Por Ella te vienen, del sol divino, infinitamente superior, pero que en Ella parece habitar (como los rayos de un sol parecen morar en los vitrales), todas las gracias, todos los favores. Tú imploras y te ves atendido. Tú quieres, y te ves satisfecho. Del fondo de la paz que comienza a ungirte y envolverte, sientes nacer una forma de felicidad que es lo opuesto radioso de aquella que, hasta hace poco, frenéticamente buscabas. Esta felicidad terrena –si es que la poseías–, al final la andabas lanzando a un lado, desgastado, blasé, tan parecido con un niño que hace a un lado los juguetes que ya no lo entretienen.

En el egoísta frustrado que fuiste, comienza a surgir, como un lirio que nace del pantano, o una fuente en arenal desértico, algo nuevo. Es el amor. No el egoísmo, que es el amor exclusivista de ti mismo. Sino el amor de los principios eternos, de los ideales fulgurantes, de las causas altaneras y sin mancha, que ves resplandecer en la Dama inefable, y que comienzas a querer servir.

Servir, dedicarte, inmolarte, y con todo lo que te pertenece, he ahí el nombre de tu nueva felicidad. Esta felicidad la encuentras en todo cuanto evitabas: la dedicación no retribuida, la buena voluntad incomprendida, la lógica escarnecida por tartufos o ignorada por sordos voluntarios, la confrontación con la calumnia que a veces ulula como un huracán, otras agita discretos cascabeles como una serpiente, otras, en fin, miente como una brisa tibia y cargada de miasmas fatales. Tu alegría consiste ahora en resistir a tanta infamia, en avanzar, vencer, herido, negado, aún ignorado. Todo para el servicio de la Señora “vestida de sol, con la luna bajo los pies, y en la cabeza una corona de doce estrellas” (Apoc. 12, 1). Al servicio de Ella, sí, y de los que la siguen.

Pensabas que la felicidad era tenerlo todo. Verificas ahora que, por el contrario, ella consiste en que te des por entero.

Te sobresalta tal vez el recelo de que yo esté soñando y de que te esté haciendo soñar a lo largo de estas líneas que, eventualmente, tu benevolencia habrá imaginado sabrosas. Ahora bien, ni sueño, ni te hago soñar, ni son esplendorosas las líneas que leíste.

Cuán apagadas, por el contrario, son ellas en comparación con el libro que cité, en el artículo “¿Vuelta a la Torre de Babel?”, esto es, el “Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen”, de San Luis María Grignion de Montfort. En él, el famoso misionero del fin del siglo XVII e inicios del siglo XVIII (cuyos seguidores fueron los chouans, héroes de la lucha contra la Revolución Francesa, atea e igualitaria, de fines del mismo siglo XVIII) justificó, con base en las más sólidas verdades de la Fe, y mediante un raciocinio impecablemente lógico, el perfil de santidad de María. Escudriñó a fondo el significado de su maternidad virginal, su papel en la Redención del género humano, su situación como Reina del Cielo y de la Tierra, de co-Redentora de los hombres y medianera universal de las gracias que nos vienen de Dios. Como también de las preces de la humanidad sufridora, a Dios Todopoderoso. Analiza este santo, a la luz de todo esto, la providencia de María, y cómo esa providencia de tal manera tiene en vista amorosamente a cada hombre, que la Madre del Hombre-Dios nos ama a cada cual con un amor mayor al que tendrían todas las madres del mundo hacia su hijo único.

Fue para atraerte a la consideración de esos grandes tesoros, de esos grandes pensamientos y de esas grandes verdades, que resolví escribirte. Atiendo, al mismo tempo, el deseo de varios hermanos en la Fe, que no desean otra cosa sino tenerte entre ellos, bien cerca... de Ella.

Si la gracia tuvo a bien cubrir mis palabras con su rocío, habrás sentido en ti algo como una música lejana, de tal manera consonante contigo, con tus aspiraciones más palpitantes, que se diría que ella fue compuesta para ti; y que, por tu parte, tienes (o eres) sed de armonía, naciste para darte a ésta.

En una palabra, fuiste ordenado para Ella, y sin Ella no eres sino desorden.

Y si, en la gran armonía del universo, hasta el más insignificante grano de arena, la más anónima gota de agua, o el último y más contorcido gusano de tierra tienen su lugar y su función, ¿no será idéntica a ese orden del universo –o, antes, a las más altas cumbres de él– el conjunto de verdades que acabo de presentarte por medio de metáforas, y San Luis María Grignion deduce, en la más sana y rígida coherencia, de la Fe católica, de esa Fe que, a su vez, San Pablo definió como “rationabile obsequium” (Rom. 12, 1)?

Si es falso todo este panorama que te ordena, y sin el cual no eres más que caos, entonces en el universo, él mismo tan supremamente ordenado, tú eres –cada hombre es– un ser dislocado, desencajado, perdóname el prosaísmo, pero eres –y cada hombre es– una excrecencia, una verruga, un cáncer, una catástrofe. ¡Por lo tanto, tú; por tanto, yo; por tanto todos los hombres, que, por ser hombres, somos sin embargo el regio ápice de ese orden!...

Creer que esto es así, creer en una tan monstruosa contradicción instalada en el ápice mismo de un orden tan perfecto, eso sí es irracional. Es la apoteosis del absurdo.





(“Folha de S. Paulo”, 13 de setiembre de 1980)







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