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El Papa, los Estados Unidos y el ocaso del laicismo

La extraordinaria recepción tributada al Papa Benedicto XVI en su visita a los Estados Unidos representa un cambio tan completo de actitud de la nación líder de Occidente hacia la Iglesia Católica, que tiene alcance histórico. Porque mostró que la era del laicismo de Estado, que en los últimos 200 años dominó la vida político-institucional europea y americana, está tocando a su fin.

La Iglesia sometida a un Apartheid laicista

Las corrientes políticas surgidas de la “Ilustración” del siglo XVIII buscaron borrar toda influencia de la religión en los asuntos de Estado. Para ello impusieron —caso único en toda la historia humana— una separación completa entre lo religioso y lo temporal, un Apartheid entre Iglesia y Estado, como si ambos fuesen compartimentos estancos. Esto se dio de dos maneras: una atea y radical, la otra deísta y moderada. La primera tuvo su apogeo en Francia, a comienzos del siglo pasado. La versión moderada se afirmó en los Estados Unidos, que oficialmente nacieron laicos, pero admitían depender de un vago “ser supremo”, simbolizado por el enigmático ojo sobre una pirámide que ilustra el billete de un dólar, con la leyenda In God we trust.

Durante 200 años los EE. UU. vivieron instalados confortablemente en esa contradicción entre un cristianismo etéreo de fondo protestante y un completo ateísmo práctico. La Iglesia Católica, verdadera Iglesia de Jesucristo, gozaba de libertad apenas como una religión más; pero el Estado laico y masonizado le daba las espaldas con malhumorado desdén, y no mantenía con la Santa Sede ningún tipo de relación formal. Era el triunfo aparente del laicismo.

Del tímido deshielo a la genuflexión reverente

Empero, en 1919 vino la primera señal de deshielo, cuando el presidente W. Wilson, de visita en Roma, visitó el Vaticano y fue recibido por el Papa Benedicto XV. Veinte años después, en vísperas de la II Guerra Mundial, el presidente F.D.Roosevelt nombró un “enviado personal” permanente para contactos con la Santa Sede, política que desde entonces siguieron sus sucesores. Este cambio de actitud se acentuó en la segunda mitad del siglo pasado cuando, sacudida por la revolución anarco-hippy de los años 60, la “mayoría silenciosa” norteamericana tomó conciencia de que la nación no podría sobrevivir sin valores morales y familiares tradicionales, y sin apoyarse en la fe. A esa altura los católicos ya eran la primera religión del país (hoy superan el 25%).

Por fin, en 1984 Ronald Reagan, electo presidente por el voto de la “mayoría moral”, dio el histórico paso de establecer relaciones diplomáticas con el Estado Vaticano. Desde entonces el acercamiento Washington-Santa Sede se intensificó hasta tal punto, que en abril del 2005 el mundo entero pudo contemplar, atónito, cómo el presidente George W. Bush y sus dos predecesores inmediatos, Bill Clinton y George Bush —todos protestantes— acudieron a Roma para arrodillarse reverentes ante los restos mortales de S.S. el Papa Juan Pablo II, durante sus solemnes funerales. Era un cambio de orientación de 180 grados, impensable apenas 10 años antes.

Elocuentes gestos, palabras más elocuentes

La visita papal de este año señala un avance mucho más definido en ese nuevo rumbo. Los Presidentes norteamericanos nunca recibían a Jefes de Estado extranjeros a su llegada; ni siquiera a la Reina de Inglaterra, nación con la cual los EE. UU. tienen la mayor afinidad histórica. El dignatario huésped debía esperar el saludo oficial, horas o días después, en la Casa Blanca u otro recinto oficial. Pero el presidente George W. Bush rompió esa regla secular, y acudió en persona, acompañado de toda su familia, a recibir a Benedicto XVI al pie del avión. No se puede imaginar una muestra mayor de respeto y deferencia.

Al día siguiente, nueva demostración de cuánto las cosas han cambiado: a la recepción presidencial al Papa en la Casa Blanca, impecablemente organizada, asistieron 13.500 personas, el mayor número de invitados en toda la historia a la sede del Gobierno americano.

Pero más significativo aún es el tono nítidamente religioso de los discursos del presidente. Dirigiéndose al Papa como “Santo Padre”, declara que “es un privilegio contar con su presencia aquí en la Casa Blanca. Le damos la bienvenida con las antiguas palabras expresadas por San Agustín: «Pax Tecum». Que la paz esté con usted” (¡el Jefe de un Estado laico, invocando en latín a un Padre de la Iglesia!...). Agregó que “toda nuestra nación se conmueve y se siente honrada” con la visita del Pontífice, la primera “desde que ascendió al Trono de San Pedro”. O sea, el protestante reconoce que el trono de San Pedro es legítimamente ocupado por el Papa, y que su visita honra a toda su nación. ¡Cómo esto se distancia del impío grito de Lutero, “los von Rom!” – (¡Fuera de Roma!”)!

Una nación que reza con el Papa y por el Papa

En seguida el mandatario expresó al Papa: “Todos los días, millones de nuestros ciudadanos invocan de rodillas a nuestro Creador, en busca de Su gracia y agradecidos por las muchas bendiciones que nos concede. Millones de estadounidenses han estado rezando por su visita y millones están deseosos de orar con usted esta semana”. O sea, la nación es orante, reza por el Papa, y anhela rezar junto con él. Y además, no se avergüenza de proclamar públicamente su fe: “Aquí en Estados Unidos encontrará una nación que acoge el papel de la religión en la plaza pública” . Ni tampoco teme proclamar su adhesión a la moral: “También creemos que el amor por la libertad y un código moral común [es decir, los Diez Mandamientos] están grabados en todos los corazones humanos, y que éstos constituyen la base firme sobre la cual se debe forjar toda sociedad libre”. En otras palabras, los Estados Unidos reconocen que la Ley de Dios debe regir la sociedad. El mandatario reitera este concepto, al definir a su país como “una nación que es totalmente moderna, pero sin embargo, es guiada por verdades antiguas y eternas. Estados Unidos es el país más innovador, creativo y dinámico de la Tierra… y también es uno de los más religiosos. En nuestra nación, la fe y la razón coexisten en armonía”. Estas ideas encajan en la doctrina católica de que lo natural y lo sobrenatural, lo temporal y lo religioso, el Estado y la Iglesia se complementan para el bien común.

Finalmente George W. Bush exaltó el “mensaje de esperanza” traído por el Papa, afirmando entre aplausos que “Estados Unidos y el mundo necesitan este mensaje”. Sobre todo —agregó en alusión implícita al crimen de aborto— “necesitamos su mensaje de que toda vida humana es sagrada” y que [aquí repite palabras del propio Benedicto XVI] «cada uno de nosotros es deseado, cada uno de nosotros es amado»… necesitamos su mensaje para rechazar esta «dictadura del relativismo»” [1]. Quien leyese estas palabras sin saber quién las pronunció, tendría la impresión de que son de un jerarca de la Iglesia, o de un gobernante católico de un Estado católico...

La “muerte cerebral” de una doctrina perniciosa

El mismo tono tuvieron la “Declaración conjunta de Estados Unidos y la Santa Sede”, emitida por S.S. Benedicto XVI y el presidente Bush al final de su reunión en la Casa Blanca [2], y el discurso de despedida pronunciado por el Vicepresidente Dick Cheney [3] . En su conjunto caracterizan un tournant de l’Histoire, un vuelco histórico que representa la derrota los principios laicistas de la Revolución Francesa.

En resumen, el laicismo de Estado —doctrina anticatólica que pretendía negar los derechos de la Iglesia de intervenir en la vida pública, cuando estuviesen en juego principios de moral— estuvo vigente dos siglos, durante los cuales probó hasta la saciedad que no sólo es inservible, sino también generador de toda especie de desórdenes morales y sociales. Y aunque continúe por ahora vigente en los códigos, ya está muerto en las mentes, de una “muerte cerebral” irreversible. Por lo cual su extinción definitiva es sólo cuestión de tiempo.











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