Especiales

El dinero no es un valor supremo

Plinio Corrêa de Oliveira

Algunos historiadores contempo­ráneos están dando nuevo vigor al concepto de sociedad, de or­den, en oposición a la so­ciedad de clase. Simplifi­cando un poco, se puede de­cir que —según la opinión de esos historiadores— la sociedad de orden es aquella en la que la estratificación de las categorías sociales se hace según dos criterios que se conjugan:

1) La misión especial de cada estrato, u orden, en la nación.

2) El grado de dignidad atribuido a esa misión, según crite­rios abstractos, en general religiosos o metafísicos.

Tomaremos un ejemplo entre otros muchos. En casi todas las na­ciones cristianas de Europa, hasta la Revolución Francesa, la primera categoría social era el clero (al que podían acceder, como es sabido, grandes y pequeños). Se fundaba esa preeminencia en el carácter sa­grado del sacerdocio, y también en el hecho de que estaba a su cuidado casi todo el peso que hoy se atribu­ye a los Ministerios de Educación y de Sanidad.

El segundo estrato social era el de los guerreros, esto es, de los nobles, a quienes correspondía fun­damentalmente la misión de der­ramar la sangre por su patria. Lo propio del verdadero noble era ser guerrero. Y lo propio del guerrero insigne era ser noble. Por eso fue­ron incontables los plebeyos eleva­dos a la nobleza por hechos de guer­ra. En la nobleza, aunque de forma menos marcada, también figuraba la magistratura, por la respetabilidad de la función jurídica, etc. etc.

¿Qué hacía en todo esto el dinero? El dinero era considerado un com­plemento útil y, en cierta medida ne­cesario, de la situación de una perso­na. Por ejemplo, un obispo, un gene­ral, un diplomático solían tener los recursos necesarios para mantener decentemente su situación. Pero el respeto de que gozaban —y es esto lo que nos intere­sa recalcar— no estaba marcado por el peso del dinero, sino por la respeta­bilidad intrínseca de su función.

* * *

Iniciada ya la década de los treinta, se produjo un debilitamiento de los anti­guos conceptos honorífi­cos, como criterios de es­tratificación social y se fue introduciendo una menta­lidad diversa, presentando en la so­ciedad capitalista aspectos del clasis­mo marxista.

Recuerdo un pequeño hecho que ilustra bastante bien este cambio de mentalidad. Hablaba yo, no hace mucho tiempo, con un coetáneo al que le habían ido muy bien sus nego­cios. Me contaba que, al iniciar su carrera, quería ser general. Para es­to, entró en la Academia Militar. En determinado momento, ocurrió un desastre en su casa. Y él, para ayudar a los suyos, tuvo que interrumpir los estudios y entregarse a los negocios.

— "¡Mira, Plinio, que suerte tuve! —me dijo con énfasis—. Si no fuese por la obligación de dedicarme a la familia, hoy sería un simple general".

La verdad es que me quedé pen­sativo... "¡un simple general!"

Entonces, ¿ser un gran hombre de negocios es más que un gran gene­ral? ¿O más que un gran magistrado? ¿Más que un agricultor o más aún que un diplomático de realce? ¿O más, en fin, que un abnegado ecle­siástico, incumbido de representar a Nuestro Señor Jesucristo en la tierra: Sacerdos alter Christus?

Reconocer al capital, en cuanto factor de producción económica, la gran importancia que tiene según las circunstancias de nuestros días, nada más justo. Pero proclamar, por esta forma, la absoluta superioridad del tener dinero sobre todos o casi todos los factores intelectuales, religiosos o morales de prestigio, ¿no es colo­car la economía como valor supre­mo? ¿Y no se cae así, inadvertida­mente, en el marxismo?





Trechos del artículo publicado en la “Folha de S. Paulo”, 9-5-1971.







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