EL MAS ILUSTRE DE LOS PERUANOS

San Martín de Porres

Humildad, profusión de dones, vida extraordinaria

Sin duda uno de nuestros santos más populares y queridos, que por sus cualidades, virtudes y hechos extraordinarios es también el más ilustre de los peruanos. Las circunstancias adversas de su origen —nacido de la unión ilícita de un hidalgo español, Don Juan de Porres, con Ana Velásquez, negra liberta— no fueron obstáculo para que la Divina Providencia lo colmara de virtudes y dones naturales y sobrenaturales.

Verdadera efigie de San Martín de Porres. De una anónima pintura en cobre existente en el Monasterio de Santa Rosa de las Monjas de Lima.

Nació Martín a fines del año 1579, posiblemente el 11 de noviembre, fiesta de su patrono San Martín de Tours. Desde pequeño mostró un temperamento dócil y piadoso, denotando que el Espíritu Santo lo conducía en las vías de la santidad.

El despertar de una Vocación

Su protectora Isabel García Michel refiere que una noche, a los ocho años de edad, lo encontró arrodillado en su habitación contemplando en profunda quietud y silencio una imagen de Jesús crucificado, que él mismo iluminaba con un candil. Impresionada, intuyó que el pequeño era llamado a una gran vocación contemplativa.

Niño aún, su padre lo legitimó junto con su hermana menor Juana, y con ellos se trasladó a Guayaquil, donde ocupaba un alto cargo de gobierno. Allí Martín estuvo unos años, durante los cuales tuvo oportunidad de aprender a leer y escribir con maestro particular. Al ser nombrado su padre Gobernador de Panamá, el jovencito regresó con su madre y entró en calidad de aprendiz en la botica del reputado médico español Mateo Pastor, quien ejercía el oficio de cirujano, dentista y barbero. Con él aprendió los rudimentos de la medicina y el oficio de herbolario, que después le serían tan útiles en el convento.

Si Martín progresaba en el aprendizaje de su oficio, mucho más avanzaba en la ciencia de los santos, el amor divino. Fue lo que lo llevó, a los 15 años, a pensar en servir solamente a Dios e ingresar en un convento.

En aquella feliz época de fervor religioso, en la capital virreinal del Perú residían simultáneamente varios sacerdotes, religiosos y laicos de reconocida virtud, como Santo Toribio, Santa Rosa, San Juan Masías, San Francisco Solano, los venerables fray Pedro Urraca, Francisco del Castillo, Antonio Ruiz de Montoya, Fray Juan Gómez, etc. La mayoría de ellos vivía en los conventos de la ciudad.

Hacerse “donado” para mejor imitar la humildad de Jesucristo

Dos de esos conventos pertenecían a la Orden de los Predicadores o de Santo Domingo: el de la Magdalena y el de Nuestra Señora del Rosario. Cada uno contaba con casi 200 religiosos. Martín optó por postular al convento de Nuestra Señora del Rosario en calidad de donado, es decir, como una especie de esclavo voluntario. Se comprometía a servir toda la vida, sin ningún vínculo con la comunidad, y con el único beneficio de vestir el hábito religioso. Su madre, en un acto de desprendimiento admirable, no sólo le permitió dar ese paso, sino que ella misma quiso entregarlo al convento.

Desde el primer día, animado por un profundo espíritu sobrenatural, el joven novicio se dedicó de cuerpo y alma a servir a sus hermanos en los oficios más bajos y humillantes, como la limpieza diaria de los retretes del convento (que nunca le impidió presentarse siempre limpio, aseado y compuesto). Hacer esto por amor a Dios constituía para él no solamente una alegría, sino que lo consideraba una gran gracia.

Después de un año de prueba recibió el hábito de donado. Pero esto no agradó a su orgulloso padre, de quien llevaba el apellido. Don Juan pidió a los superiores dominicos que recibiesen a Martín, dada su ilustre estirpe paterna, al menos en calidad de hermano lego. Sin embargo, el pedido contrariaba las Constituciones de la Orden de esa época, que impedían admitir como religiosos a personas de color. El Superior quiso que el propio Martín decidiese. “Yo estoy contento en este estado —respondió—; es mi deseo imitar lo más posible a Nuestro Señor, que se hizo siervo por nosotros”. Y con esa categórica afirmación zanjó el caso.

En la escuela de la humillación, dedicación heroica

Encargado de la enfermería del convento, no le faltaban ocasiones para humillarse delante de la impaciencia que muchas veces se apodera de los enfermos, más aún en una comunidad tan numerosa. A veces no se bastaba para atender a todos, lo que provocaba crisis de mal humor en algunos más impacientes. En uno de esos momentos un religioso, que se sentía mal atendido, lo llamó de “perro mulato”.
Después del primer choque, Martín se dominó. Arrodillándose junto al lecho del enfermo, dijo llorando: “Sí, es verdad que soy un perro mulato y merezco que me recuerden de eso, y merezco mucho más por mis maldades”.

Otro enfermo que juzgó estar mal atendido le dijo: “¿¡Así es tu caridad, embustero hipócrita!? ¡Ahora te conozco bien!”. Pero, admirado con la humildad y dulzura con que el ofendido lo trató, después le pidió perdón.

En esos episodios trasparecía la virtud del donado, que fue siendo reconocida por todos y traspuso los muros del convento. Lo cual llevó a los superiores a hacer una excepción y recibir a Martín como a hermano lego, uniéndose así a la Orden por los tres votos.

El desapego que tenía por sí mismo fue heroico. Oyendo decir un día que el convento estaba en apuros financieros, se dirigió al superior diciéndole que podría ayudar a resolver el problema. ¿Cómo? “Padre, yo pertenezco al convento. Disponga de mí como de un esclavo, porque algo querrán dar por este perro mulato, y yo quedaré muy contento de haber podido servir en algo a mis hermanos”. Emocionado con tanta virtud, el superior le respondió: “Dios te lo pague, hermano; pero el mismo Dios que te trajo aquí se encargará de dar remedio al caso”. 

Nunca ocioso y procurando siempre servir a los demás, el tiempo parecía alargarse para Fray Martín. Además de cuidar de la enfermería, barría todo el convento, cuidaba de la ropería, cortaba el cabello a los doscientos frailes, y era el puntual campanero, pero aún así conseguía reservar para la oración de seis a ocho horas al día.

En la huerta conventual él mismo cultivaba las plantas que utilizaba para sus medicinas. Con ellas obraba verdaderos milagros. Una misteriosa unión con Dios le movía a decir al enfermo: “Yo te medico, Dios te cura”, y acto seguido la curación ocurría. Otras veces se valía de los ingredientes más simples e inocuos para comunicar su virtud de cura: vino tibio, fajas de paño para unir los huesos rotos de las piernas de un niño, un pedazo de suela con el que curó la infección que sufría otro donado que era zapatero...

Estando enfermo el Obispo de La Paz, de paso por Lima mandó que llamasen a Fray Martín para que lo curase. El simple contacto de la mano del donado con su pecho lo libró de una grave enfermedad que lo estaba llevando a la tumba.

Iglesia de Santo Domingo

“Contra la caridad no hay precepto”

Fray Martín transformó la enfermería en su centro de actividades. A ella llevaba a todos los enfermos que encontraba en la calle, incluso a aquellos con mayor peligro de contagio. Eso le fue prohibido por los superiores. Pero la caridad del Santo no tenía límites. Por eso, preparó en casa de su hermana, que vivía a dos cuadras del convento, unos aposentos para recibir a esos enfermos. Y allá los iba a tratar con sus propias manos, hasta que sanasen o entregasen el alma a Dios.

Cierto día, sin embargo, sucedió que un indio fue acuchillado en la puerta del convento. Fray Martín no tenía tiempo para llevarlo hasta la casa de su hermana. Ante la urgencia del caso, no tuvo dudas y cuidó del indio en la enfermería del convento. Cuando éste estaba mejor, lo llevó entonces a casa de su hermana. Esto no le gustó al superior, que lo reprendió por haber pecado contra la obediencia. “En eso no pequé”, respondió Martín. “¿Cómo que no?”, impugnó el superior. “Así es, Padre, porque creo que contra la caridad no hay precepto, ni siquiera el de la obediencia”, respondió el Santo.

Además de todas estas actividades, Fray Martín salía también del convento a pedir limosnas para sus pobres y para los sacerdotes necesitados. Conociendo de su prudencia y caridad, muchos le encargaban distribuir sus limosnas, incluso el Virrey, que le daba 100 pesos mensuales para ello.

Origen prodigioso del “Olivar de Fray Martín”

Pocos son hoy los limeños que saben que el actual Olivar de San Isidro es apenas el resto de una extensa plantación realizada personalmente por el benemérito fray Martín en la hacienda Limatambo, con el propósito de abastecer de aceite de bajo costo a la ciudad. En cuestión de horas, las sucesivas plantaciones tuvieron un desarrollo milagroso, así narrado por José Manuel Valdés, biógrafo del santo:

Plantó Fray Martín en Limatambo más de seis mil pies de olivo, los cuales al día siguiente de plantados, tenían retoños y hojas, sin que ninguno se malograse, los que han dado copiosísimos frutos para socorro de la comunidad”. Como es sabido, cada esqueje de olivo demora meses en retoñar, y un año en hojear, por lo cual “es claro que fue milagroso el desarrollo en pocas horas de todos los pies plantados por fray Martín”. Es más, todos los pies sin excepción prosperaron, y ninguno se malogró. “Llenó de admiración este suceso a cuantos fueron testigos de él, se probó la verdad con declaraciones auténticas, y para perpetuar su memoria, se le llamó desde entonces, el Olivar de fray Martín.

Juan vásquez de Parra, fiel auxiliar de Fray Martín durante varios años, certificó bajo juramento este y muchos otros prodigios de los cuales fue privilegiado testigo.

Variedad y profusión de dones sobrenaturales

El don de la sabiduría era en fray Martín tan notorio y reconocido, que las más altas personalidades de Lima le tenían por amigo y consejero, como el Virrey Conde de Chinchón, Don Luis Jerónimo de Cabrera; el Arzobispo de Lima Monseñor Fernando Vargas de Ugarte; el Acalde de Lima Don Juan de Figueroa; el rector de la Universidad de San Marcos don Baltasar Carrasco de Orozco, etc.

También preveía el futuro. A muchos vaticinó la curación, la muerte o sucesos que les ocurrirían. Poseía asimismo otros dones sobrenaturales que sabía manejar con santa astucia: cierta vez, por ejemplo, un hombre que iba a cometer un acto pecaminoso fue retenido por él en la portería del convento, en agradable y edificante conversación, haciéndole olvidarse del tiempo. Cuando continuó su camino, supo que la casa a donde iba se había desplomado, hiriendo gravemente a la mujer que estaba dentro.

Vista desde dentro del convento hacia el campanario de la Iglesia Santo Domingo

Le gustaba acolitar la Misa y era gran devoto de la Eucaristía. Mientras caminaba, no cesaba de pasar las cuentas de su Rosario. Como fruto de su alto grado de vida interior y espíritu de oración, Martín tenía frecuentes éxtasis, a la vista de todos. Numerosos testimonios refieren que además, en muchos de esos momentos se elevaba del suelo en levitación, desde “el altor de un hombre poco más o menos” hasta “cuatro varas” (tres metros).

Pero eso no era todo. Consta que llegó a adquirir en algunas ocasiones cualidades propias de los cuerpos gloriosos y, atravesando puertas cerradas o incluso gruesas paredes, aparecía repentinamente en aposentos donde su presencia era necesaria, para satisfacer su caridad. Así, varias veces se presentó avanzada la noche en el Noviciado, ya cerrado por dentro con llaves o trancas, en momentos críticos (por ejemplo una epidemia de sarampión que afectó gravemente a unos sesenta novicios), llevando exactamente lo que cada paciente requería —cántaros de agua, remedios, toallas, camisas, etc.—, sin que se supiera cómo había podido ingresar. Cuando se lo preguntaban, asombrados, simplemente respondía: De eso cuido yo...

Entre los innumerables milagros obrados por el Santo mulato, figuran las manifestaciones del don de bilocación (estar al mismo tiempo en lugares y hasta en países diferentes), referidas por varios testigos, incluso por una sobrina suya que residía en el campo.

Esta relató que su madre había tenido una seria desavenencia con su esposo, tan prolongada que le impidió preparar almuerzo ese día. En tal circunstancia, hacia la una de la tarde apareció de repente fray Martín en la chacra. Venía a pie, apoyado en un bordón y protegiéndose del sol con un sombrero. Llevaba canasta con “empanadas, roscas de pan regalado, frutas y vino”, diciendo que venía a descansar y almorzar con ellos, y que sabía del disgusto. Los amistó y se quedó con ellos hasta el día siguiente.

El episodio fue después narrado a su compañero de oficio en la enfermería, fray Fernando Aragonés, pero este negó rotundamente que hubiese podido ocurrir, porque el día indicado fray Martín “no había faltado a su compañía un instante” y “había estado en el dicho convento sin salir de él”...

No faltó en este elenco de maravillas la resurrección de un religioso, Fray Tomás, y hasta resucitar animales. Se cuenta también que estando con otros hermanos lejos del convento, cuando llegó la hora de regresar, a fin de no faltar a la virtud de la obediencia, les dio la mano a los demás, y todos levantaron vuelo, llegando así al convento al momento previsto.

Poseía un misterioso dominio sobre los animales, hasta los más molestos. Cuando los ratones se volvieron un problema en el convento, porque roían todos los productos almacenados con sacrificio, Fray Martín cogió a un pericote que cayó en la ratonera y le dijo: “Te voy a soltar; pero anda y dile a tus compañeros que no molesten ni sean nocivos al convento; que se retiren a la huerta, que yo les llevaré comida todos los días”. Al día siguiente todos los ratones estaban bien quietecitos en la huerta, ¡esperando la comida que Fray Martín les llevaba!

Con esta variedad de dones Dios quiso premiar su extraordinaria austeridad y espiritu de penitencia. Para dominar sus inclinaciones, se flagelaba hasta sangrar tres veces al día, y durante los cuarenta y cinco años que permaneció en el convento sólo comía una sopa de verduras y cumplía todos los ayunos a pan y agua.

Es fácil suponer que el enemigo del género humano no pudiese soportar tanto bien, hecho por este humilde dominico. Lo perseguía sin tregua, a veces haciéndole rodar por las escaleras, otras vedándole el camino cuando iba a socorrer a algún necesitado. Fray Martín acostumbraba repelerlo con el símbolo de la Cruz.

* * *


Hay algo de sumamente benigno y encantador en todos los hechos de la vida de Fray Martín, por ejemplo las innumerables curaciones que realizaba con características inesperadas y sorprendentes. Esta nota amena y sonriente -aún en las condiciones propias de "valle de lágrimas" de nuestra vida terrena- es típicamente peruana, y en ella se deja ver la luz primordial del país, que el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira definía como “encanto grandioso”. Y es la causa del universal prestigio y popularidad del santo mulato, cariñosamente llamado "San Martincito" por el pueblo.

Con el cuerpo consumido por el exceso de trabajo, el ayuno continuo y la penitencia, sucumbió a los 60 años. A su lecho de moribundo acudieron el Virrey, Obispos, eclesiásticos y todo el pueblo que consiguió entrar. Entre las 8 y las 9 de la noche del 3 de noviembre de 1639, San Martín de Porres escuchó por última vez a sus hermanos dominicos entonar el Credo. Al llegar a las palabras et homo factus est ("y se hizo hombre"), besó el crucifijo que tenía en sus manos y cerrando los ojos a esta vida, entregó su maravillosa alma a Dios.

Su funeral fue una glorificación. Todos querían venerar a aquel santo moreno que nunca había buscado su propia gloria, sino solamente la de Dios, a quien viviera unido en forma tan misteriosa, íntima y permanente.

Desde su muerte nadie dudó de que la Iglesia contaba con un nuevo y grande santo. Pero pasarían más de 300 años de un largo proceso canónico, para que su santidad pudiera ser proclamada oficialmente. Y por fin, a mediados del siglo pasado dos estupendos milagros debidos a su intercesión, en Paraguay y las Islas Canarias, allanaron el camino a la merecida canonización. Y el 6 de mayo de 1962, en una grandiosa ceremonia en la Plaza de San Pedro en Roma, el Papa Juan XXIII declaró solemnemente Santo de la Iglesia Católica a fray Martín de Porres. Celebremos dignamente este cincuentenario proponiéndonos conocer, amar e imitar cada vez más a aquel que es sin duda el más ilustre de los peruanos.


FUENTES:

  • 1. Enriqueta VILA VILLAR, Santos de América, Ediciones Moretón, Bilbao, 1968, pp. 69-87.
  • 2. José Antonio DEL BUSTO DUTHURBURU, San Martín de Porras, Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 1992.
  • 3. José Manuel VALDÉS, Vida Admirable del Bienaventurado Fray Martín de Porres, Huerta y Cía. Impresores-Editores, Lima, 1863.
  • 4. Rafael SÁNCHEZ-CONCHA B., Santos y Santidad en el Perú Virreinal, Vida y Espiritualidad, Lima, 2003.
  • 5. Plinio M. SOLIMEO, San Martín de Porres, el extraordinario santo de las cosas extraordinarias, “Catolicismo”, S. Paulo, N° 611, noviembre de 2001.










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