FE, ESPERANZA, TRIUNFO

Significado del tiempo de Pascua en los días actuales

En la Pascua de 1945, el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira publicó en el órgano oficioso de la Arquidiócesis de São Paulo “O Legionário”, el artículo que sigue, relacionando la festividad de la Resurrección de Nuestro Señor con la situación del mundo que entonces emergía de la 2a Guerra Mundial. Pasados 70 años, el lector se sorprenderá de la plena adecuación de ese texto a los días actuales.


Pascua

Plinio Corrêa de Oliveira (*)


La regularidad con que se suceden en el calendario de la Iglesia los varios ciclos del año litúrgico, imperturbables en su sucesión – por más que los acontecimientos de la historia humana varíen en torno de ellos, y los altibajos de la política y de las finanzas continúen su carrera desordenada – es una afirmación de la celestial majestad de la Iglesia, altivamente superior al vaivén caprichoso de las pasiones humanas.

Superior, pero no indiferente. Cuando los días dolorosos de la Semana Santa transcurren en situaciones históricas tranquilas y felices, la Iglesia, como Madre solícita, se sirve de ellos para reavivar en sus hijos la abnegación, el sentido del sufrimiento heroico, el espíritu de renuncia a la trivialidad cotidiana y la entera dedicación a ideales dignos de dar un sentido más alto a la vida humana. “Un sentido más alto” no es la expresión adecuada. Es el único sentido que la vida tiene: el sentido cristiano.

Pero la Iglesia no es Madre apenas cuando nos enseña la gran misión austera del sufrimiento. Ella también es Madre cuando, en los extremos de dolor y aniquilamiento, hace brillar a nuestros ojos la luz de la esperanza cristiana, abriendo frente a nosotros los horizontes serenos que la virtud de la confianza pone ante los ojos de todos los verdaderos hijos de Dios.

Así, la Santa Iglesia se sirve de las alegrías vibrantes y castísimas de la Pascua para hacer brillar ante nuestros ojos, aun en las tristezas de la situación contemporánea, la certeza triunfal de que Dios es el supremo Señor de todas las cosas, de que su Cristo es el Rey de la gloria, que venció a la muerte y aplastó al demonio, de que su Iglesia es reina de inmensa majestad, capaz de reerguirse de todos los escombros, de disipar todas las tinieblas y de brillar con el más reluciente triunfo, en el momento preciso en que parecía aguardarle la más terrible, la más irremediable de las derrotas,

* * *

Plinio Corrêa de Oliveira, autor de estas meditaciones.

La alegría y el dolor del alma resultan necesariamente del amor. El hombre se alegra cuando tiene lo que ama y se entristece cuando aquello que ama le falta.

El hombre contemporáneo pone todo su amor en cosas de superficie, y por eso sólo los acontecimientos de superficie – de la superficie más próxima a su minúscula persona – lo emocionan. Así, le impresionan sobretodo sus desgracias personales y superficiales: la salud perturbada, la situación financiera vacilante, los amigos ingratos, los ascensos que tardan, etc. Sin embargo, de hecho todo esto es secundario para el verdadero católico que cuida antes de todo de la mayor gloria de Dios, y por tanto de la salvación de su propia alma y de la exaltación de la Iglesia.

Por eso, el mayor sufrimiento del católico hoy debe consistir en dolerse con la condición presente de la Santa Iglesia.

Es innegable que la apostasía general de las naciones continúa en un crescendo asustador; que la tendencia al paganismo se desarrolla vertiginosamente en las naciones heréticas o cismáticas que conservaban aún algunos restos de sustancia cristiana. En las propias filas católicas, a la par de un renacimiento prometedor, se puede observar la marcha progresiva del neopaganismo: las costumbres se pervierten, se limitan las familias, pululan las sectas protestantes y espiritistas.

A despecho de tantos motivos de tristezas, de motivos que hacen presagiar para el mundo entero una catástrofe no distante, continúa la esperanza cristiana. Y la razón de esto nos es enseñada por la propria fiesta de Pascua.

* * *


Cuando Nuestro Señor Jesucristo murió, los judíos sellaron su sepultura, la guarnecieron con soldados, juzgaron que todo estaba terminado.

En su impiedad, ellos negaban que Nuestro Señor fuese Hijo de Dios, que fuese capaz de destruir la prisión sepulcral en que yacía, y que, sobretodo, fuese capaz de pasar de la muerte a la vida. Pues bien, todo esto se dio. Nuestro Señor resucitó sin ningún auxilio humano, y bajo su imperio la pesada piedra de la sepultura se desplazó ligera y rápidamente, como una nube. Y Él resurgió.

Así también la Iglesia inmortal puede ser aparentemente abandonada, ultrajada, perseguida. Ella puede yacer, derrotada en la apariencia bajo el peso sepulcral de las más pesadas probaciones. Ella tiene en sí misma una fuerza interior y sobrenatural, que le viene de Dios, y que le asegura una victoria tanto más espléndida cuanto más inesperada y completa.

Esta es la gran lección del día de Pascua, el gran consuelo para los hombres rectos que aman por encima de todo a la Iglesia de Dios:

Cristo murió y resucitó.

La Iglesia inmortal resurge de sus probaciones, gloriosa como Cristo, en la radiosa aurora de su Resurrección.


(*) “O Legionário”, Nº 660, 1 de abril de 1945









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